Lo que estás a punto de leer es nuestro particular cuento de Halloween, protagonizado por gatos que ya no están. Alguno, puede que te suene… Ponte cómoda o cómodo, acércate una cajita de pañuelos y léelo con calma. Y lo más importante, luego cuéntanos qué tal 🙂

—¡Más velocidad! —grité—. ¡Vamos, vamos, vamos!
Era un hervidero de gatos a un lado y a otro entrenando para el gran día. La gran Gata Blanca se acercó hasta mí.
—¿Qué, Ringo? —preguntó a modo de saludo—. ¿Todo preparado?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —preguntó—. Madre mía, ¡la gran noche es hoy!
—Lo sé, lo sé, pero mira —dije señalando con el hocico a Chaplin—. Por ejemplo, Chaplin ni siquiera se acuerda de cómo iba el arnés.
Chaplin se giraba como un loco sobre sí con la cinta del arnés enredada en las patas delanteras.
—Bueno, dale tiempo, además, seguro que en la Tierra su humana sabe cómo ayudarle —me respondió—. ¿Damos una vuelta?
Llevaba solo un año allí. Había pasado la mayor parte de tiempo observando a mi humana y a su nueva manada. Además, había noticias. No sabía demasiado de bebés humanos, pero me daba la impresión de que la manada se iba a ampliar con uno de esos. Día a día la tripa le había ido creciendo y yo golpeaba la ventana desde mi nuevo hogar, tratando de alertar a Pàris, Iko y Chico de lo que estaba sucediendo, pero obcecados entre latitas y parques de pared, parecían no darse cuenta de lo que les venía. ¡Ni siquiera con aquella cuna nueva! Pensaba contárselo en cuanto llegara.
—Ponme al día —me pidió la Gata Blanca.
—Mira, aquí tenemos a los “esperadores”.
Moon, Harley, Nelly, Petunia y Pintas no paraban de entrenar en la “sala de llegadas”. Era una pequeña sala blanca que simulaba la entrada de una casa. La puerta se abría de forma automática, cada pocos minutos. Los cuatro se acercaban hasta la puerta, a modo de entrenamiento.
—Vaya, los veo preparados —dijo.
—Sí, la verdad es que los cuatro se han preparado mucho para este día, ¡adoran recibir a los humanos en la puerta!
—¿Echamos una ojeada a la sala de “dormir”?
—Está saturada, ¡pero vamos!
La sala de entrenamiento para los dormilones estaba llena de gatos, de todas formas y colores.
Koeman se había hecho un ovillo y se pegaba a su “humana” de entrenamiento como si no hubiera un mañana. Para Humphrey, habíamos añadido un marcapasos en el pecho de su “humana” para que pudiera entrenar a dormir como más le gustaba, Lolo se pegaba a un Abel de mentira a modo de entrenamiento, Beti ponía la cabeza en la almohada, Wanda mordisqueaba el cuello de su “humana” y Sam se encajaba en la curva de la espalda de su acompañante. Pancho sobre sus piernas, Robin a los pies de la cama y Venus en el regazo, mirando e imaginando la mirada de su humana. Mickey revolvía con su hocico las sábanas, como si buscara a Marina. Y Frichi subía en la cama y esquivaba las patadas de su humana, que tenía fama de revolverse mucho al dormir. Gonso se acurrucaba entre un pecho y un brazo y Lin le imitaba, despertándose de vez en cuando, pidiendo atún en sueños.
—Deberíamos ampliar esta sala —dijo la Gata Blanca.
—Siempre lo digo, pero no hay presupuesto —respondí.
—¿Qué más tenemos por aquí?
—Tenemos la sala de mimos.
—¿Pero qué hace esta gata? —preguntó asombrada.
—Es Blue, no te preocupes, siempre lo hace —respondí—. El bufido es instintivo, pero luego va a por mimos. Es una forma de hacer saber que quiere cariño.
—Vaya forma, ¿no?
—Aquí cada uno tiene la suya, ya sabes.
Sam entrenaba su famoso cabezazo a la barbilla junto a Gris, Chandler se subía sobre un regazo imaginario que le recordaba al de la bisabuela de Montse.
—Oye, ¿pero qué hace ese?
Lea, con el cuerpo eterno de un cachorro, no paraba de zambullirse, salir y repetir dentro de una enorme bolsa de patatas fritas.
—Es lo suyo, ya sabes —dije—. Le va lo de las bolsas de patatas.
—¿Y ese?
—Ah, es Bartolo —respondí—. Jugaba a eso con sus humanos.
—¿A eso?
—Sí, hacían carreras para ver quién comía más gambas.
—Pero… ¡hay un gato detrás de ese “humano” con el que compite!
—Sí, es Limón. Adora sentarse tras las lumbares de su humano mientras come y está entrenando para ello.
—Pero estará incómodo, ¿no?
—Déjalo, es muy feliz así —le dije—. Peor lo tiene Choped.
—¿Por?
—Míralo, su pasión es coger el pienso con las patas —dije—. No sabes lo que tarda en comer, puede estar así todo el día.
Un gato pasó a toda velocidad por nuestros morros y a punto estuvo de hacernos caer.
—¡Eh, pero bueno!
—No te asustes —le dije—. Es Tissa. Se pasa el día cazando.
Tissa iba persiguiendo como una loca la sombra que simulaba a una pequeña presa, tras la que galopaba a la velocidad de la luz.
Otro gato apareció rápidamente ante nosotros y voló hasta agarrarse en lo alto de una especie de mampara de cristal.
—¡Cuidado, te vas a hacer daño! —gritó la Gata Blanca.
—Uy, no —le corregí—. Nugget está muy acostumbrado. Saltaba hasta lo alto de la mampara mientras su humana se duchaba y no para de entrenar para no perder la forma y repetirlo durante el día de mañana, ¡está ilusionadísimo!
La Gata Blanca sonrió y continuamos caminando, animados por la música que venía desde la sala de conciertos. Fum, Lu, Noir, Simba, Sassy, Isi, Vaquita y Sasha, famosa por sus ojos bicolor, admiraban con atención el sonido del piano. Tutu aprovechaba su cojera y esa forma tan graciosa de caminar a saltitos para hacer una especie de baile que el resto seguía con la mirada.
—Vaya, suena bien —dijo la Gata Blanca.
—Sí, es Cloe —le dije escuchando con atención el sonido del piano—. Le encanta tocar las teclas, es maravilloso, ¿verdad?
—Sí, sí que lo es.
Continuamos caminando hasta las ventanas. Como por inercia, me acerqué poco a poco a la que tenía mi nombre inscrito.
—Ringo —me dijo con tono suave—. Y tú, ¿estás preparado?
Me asomé a través del cristal. Mi humana dormía acurrucada, abrazada a una extraña almohada. Su prominente tripa parecía moverse. Chico estaba justo en su pecho, Páris en el hueco entre sus nalgas y sus pies e Iko trataba de no caerse en el borde de la cama.
—Estoy impaciente. Mucho.

La noche de Halloween

Como supervisor de la Gran Noche, me tocaba salir el último.
—¡Vamos, chicos, chicas, dadle caña! —grité—. Vuestros humanos os esperan, ¡recordad que es la única noche del año, disfrutadla!
Mis compañeros iban saltando de uno en uno, todos engalanados y perfectamente acicalados para la ocasión. El último saltó por fin por la escotilla. Solo la Gata Blanca y yo nos quedamos en aquel lugar.
—Vamos, Ringo, es tu momento —me dijo.
—¿Y tú?
—Yo me quedaré mirándoos desde aquí, ¡alguien tiene que vigilar el paraíso!
Le sonreí, me sonrió y me dejé caer.
Humana, ¡allá voy!

La casa está en silencio. Aterrizo sin hacer ruido y, al instante, Pàris, Iko y Chico, como si supieran que llegaba, me reciben en la puerta como el año anterior.
Iko y Chico se lanzan a darme un cabezazo de bienvenida y Páris, que se resiste al principio, me rodea con su cuerpo y después, me lame la frente. Les sonrío.
—¿Qué tal todo por aquí? —les pregunto.
—Muy movido —dice Chico.
—¿Y eso?
—¡Mira! —grita Iko señalando las cajas de cartón gigantes que están en el pasillo—. Está pasando algo, no sabemos lo que es, pero se avecinan cambios.
—Es un bebé —dice Páris.
—¿Cómo va a ser un bebé? —pregunta Chico—. Ella no es un gato, es una humana.
—Un bebé humano —responde Páris, suspirando.
—Eso no existe —dice Iko.
—Sí, sí existe —les respondo—. He estado analizando la situación durante los últimos meses y compartido mi opinión con otros compañeros, es un bebé.
—Pero, ¡¿cómo?! —dice Iko asustado.
—Acompañadme.
Entro en la habitación, que está un poco cambiada respecto al año pasado. Mi humana duerme como cada noche. Doy un pequeño brinco y aterrizo en el colchón. Los otros tres gatos me siguen. Me hago un espacio entre sus piernas y su prominente barriga, metiéndome como puedo en su regazo.
—Mirad, venid.
Los tres acercan sus hocicos hasta mi posición.
—Mirad, acercad vuestras orejas.
Las cuatro orejas rodean la tripa de mi humana. Se escucha algo. ¡Es verdad!
—¿Lo habéis oído?
—¡Sí, sí, lo he oído! —grita Iko—. ¿Se ha comido un bebé?
—No, tonto —le corrige Pàris—. Los bebés se hacen ahí.
—¿Y cómo es? —pregunta Chico—. ¿De qué color?
—Como ella más o menos, supongo —digo—. No tienen tanto pelo, pero no estoy muy seguro.
—¿Y cuándo saldrá? —pregunta Iko.
—No lo sé.
—¡Mirad!
Algo parecido a un pie humano diminuto se marca en su tripa como si quisiera salir, como si tratara de decirnos algo. Estiro una de mis patas y lo toco. Es como si nos estuviéramos saludando. ¡Sabe que estamos aquí!
Los tres gatos corren a acercar sus narices a aquel piececito diminuto. Sin quererlo, los tres comienzan a ronronear vergonzosamente, sin poder detenerse. Les sonrío y me miran con cariño.
—Chicos —les digo—, ¿puedo?
—Claro, tú llevas esperando esto un año, pero creo que ella también —me dice Páris—. Disfruta.
Me acerco a su barbilla y me hago un ovillo entre sus brazos. Sin darme cuenta, el sonido de mi ronroneo es cada vez más alto y se suma a los de Iko, Chico y Páris que juguetean con su barriga.
Mi humana abre los ojos de repente. ¿Me ha pillado? ¿Qué pasa si me ve? ¿Me ve? Sonríe, me besa entre la nariz y los ojos y le suelto un lametón en la mejilla. Me aprieta con fuerza. Soy feliz.

Autor: Pablo Sierra