Por fin volví a sentirlo. Era el momento. Después de lo que le había sucedido a Ringo hacía más de un año, pensé por un tiempo que jamás volvería a sentir la necesidad de tener un nuevo gato. Ringo era Ringo, y nadie podría igualarlo. Pero por fin mi cabeza se convenció de que Ringo siempre sería mi gato, mi primer amor gatuno.

Además estaba Páris, con la que ya había conectado al cien por cien y comenzaba a sentirla como mi gata y ella a mí como su humana. Pero sentí ese no sé qué por dentro que me impulsó a contactar a Roser. Roser y yo nos habíamos conocido en mis inicios como FeelWood Bcn, cuando aún no tenía muy claro que el proyecto fuera a ir hacia delante. Todavía conserva, presidiendo su salón, una de mis primera piezas restauradas: un remo. Y por supuesto, un bebedero para Batman, su gato egipcio.

Quedamos en Vilasar de Mar, donde estuvieron cuidando al gatito hasta que pude ir a recogerlo. Entramos en su casa y allí estaba. Diminuto, con un ojo lloroso debido a una conjuntivitis y persiguiendo a Batman por toda la casa. Escondiéndose debajo de los muebles y escalando el bebedero para robar comida al otro gato. Debí imaginarme en ese momento la que nos iba a caer con él.

Sus colores blanco y negro y su nariz rosada le daban un aspecto gracioso, aunque un poco débil. Pero se movía como un rayo. Escalaba, se revolcaba y se tiraba al cuello de Batman haciéndole volcar, pese a que pesaba menos de medio kilo.

Pronto conectamos, le envolví en una manta que traíamos desde casa y en segundos se quedó dormido en mi regazo. Ronroneaba y apretaba su cabeza contra mí para que le acariciara. Me miraba mientras se le cerraban los ojos y en ocasiones, se limpiaba la cara con un gracioso movimiento de manos. Íbamos a llevarnos bien, lo sabía.

LA PRESENTACIÓN DE PÁRIS

Después de una positiva visita al veterinario y un viaje de más de 3 horas, llegamos por fin a nuestra actual casa en Zaragoza. En el camino confirmamos su nombre, se llamaría Iko. En homenaje a nuestro cambio de vida a la capital maña donde todos los diminutivos terminan en -ico.

Estábamos asustados, pero teníamos todo preparado. Habíamos inundado la casa de Feliway y la manta con la que cubríamos a Iko estaba impregnada del olor de Páris. Os tengo que decir una cosa sobre Páris: es silvestre. La encontraron en un bosque y el veterinario nos comentó que era, como mínimo mezcla con gato montés. Así que sus costumbres son un tanto asalvajadas. Y su carácter. Es buena como pocas, pero bestia como ninguna.

Con todo ello, nos íbamos a atrever a presentarlos. Abrimos la puerta y Páris corrió a recibirnos. “Espera, aquí hay algo raro” pareció pensar mientras miraba con curiosidad el trasportín donde viajaba el cachorro. Iko sacó la mano, no sabemos muy bien si presentándose o intentando intimidarla, a lo que Páris respondió con un bufido que no habíamos escuchado nunca. Apartamos el trasportín justo cuando se tiraba de cabeza contra él.

NO ES TAN FÁCIL

Quizás sea porque habíamos leído mucho sobre el tema. O porque nuestros gatos son la mezcla perfecta entre diablo de Tasmania y cabra montesa. Pero no es tan fácil. Las historias idílicas de encuentros gatunos no se dieron en nuestro caso y se convirtió en una revolución minina envuelta en persecuciones, mordiscos, bufidos y ataques por la espalda.

Los mantuvimos separados unas tres semanas, pero Iko no paraba de llorar y maullar en cuanto nos alejábamos de su puerta y Páris hacía guardia en la entrada bufando cada vez que escuchaba un ruido. A esas intimidaciones, Iko respondía berreando aún más fuerte y Páris rascando la puerta. Pensábamos que era curiosidad por verse, así que dejábamos salir a Iko y volvía la guerra civil hogareña.

Hasta que un día nos cansamos y dejamos fluir la naturaleza animal. Abrimos todas las puertas y que fuera lo que dios quisiera.
Ataque, pelea por la comida, ataque de nuevo, momento de enajenación transitoria con los gatos escalando todas las estanterías de la casa huyendo uno de otro, nuevo ataque, lapsus de descanso con cada uno escondido en una habitación, nuevo ataque…

Y así fueron pasando los días. Y la cosa se fue relajando.

Iko no se lo pone fácil a Páris, que ha asumido el rol de veterana de la casa en una posición madura de darle espacio. Cuando él quiere. Porque la mayor parte del día, Iko la sorprende por la espalda dándole algún susto que le hace correr a esconderse a su módulo Cierzo, huir por las alturas saltando de estante en estante o hacerse la dormida en su cama.

Después de muchos meses de paciencia y de darles su tiempo (siempre con control), han establecido sus roles de forma natural, como lo harían en la calle. Ahora Páris ya no es la reina. Es la hermana mayor y responsable que traga saliva para no asestarle dos dentelladas al pobre Iko, que es un pre-adolescente con ganas de morder, romper y escalar. Pero se van entendiendo. Y lo que parecía más difícil, vamos entendiéndonos.

EL DÍA A DÍA

¿Sabéis lo que es tener a dos gatos luchando por el mismo lavabo donde ponerse para ver cómo te duchas? ¿Cómo es que ambos intenten correr a ver quién te escala antes por la espalda mientras estás sentado en el váter? ¿Y ver que allá donde esté vuestro gato adulto el pequeño intenta desplazarlo?

Pues es una maravilla. Algo que no me arrepiento para nada de haber vivido, pese a lo duro que es haber lidiado con ello. Es cierto que no tenemos todavía esa idílica foto de los dos durmiendo uno sobre el otro o limpiándose entre ellos. No, pero quizás nuestros gatos no son así. O no lo son todavía.

Hemos aceptado que nosotros no tenemos dos gatos. Tenemos a Páris y a Iko. Y que son así. Y los queremos. Y en el fondo, también nos hemos dado cuenta de que quizás nosotros también somos un poco así. Que nos encanta pasar sin tocar, bufar sin morder y perseguirnos por la casa. Querernos sin querer. Y cuando lo hacemos los cuatro a la vez, es genial. Porque no queríamos tener dos gatos. Lo que queríamos era tener a Páris y a Iko.